miércoles, 30 de noviembre de 2011
HVDT
martes, 22 de noviembre de 2011
Los cinco sentidos de mi infancia (práctica)
domingo, 13 de noviembre de 2011
Diario de una vida en Madrid. 6. Palacio de Oriente
Me siento en un banco de piedra blanca caliza intentando buscar algo de relajación para este intenso fin de semana que ya ha terminado.
La brisa acaricia mi pelo dejando una suave sensación y una leve sonrisa en mi rostro.
Oigo un rugido procedente del cielo y alzo la vista.
Grisáceo sobre mi cabeza, me cercioro de que va a llover. Adoro la lluvia, sus gotas cayendo sobre mi ropa.
Parejas abrazadas, niños que corretean por este inmenso patio adornado con una fuente, grupos de estudiantes que caminan admirando el esplendor de un palacio que se levanta frente a mis ojos… y luego yo.
En un extremo del suelo arenoso, me distraigo escribiendo sobre un mapa de metro mis pequeños pensamientos.
Ha caído una gota, y al lado, una hoja que recorre las baldosas de este suelo arenoso.
El murmullo de la fuente acompaña mi ansiado retiro y me hace sentir que, aquí, en este nublado domingo, puedo estar alejada un rato del constante ritmo frenético de Madrid.
Pienso en cómo he llegado a parar aquí. Es bonito, majestuoso el Palacio de Oriente. Se alza sobre mí dibujando protección y anhelo de libertad.
Está lloviendo. Me resguardo bajo un gran árbol de los jardines de Sabatini.
De repente, imagino en el balcón de su cuarto piso a una triste princesa varios siglos atrás, anhelando la presencia de su amado y reclamando libertad. Tiene todo, desde lo más alto se puede contemplar Madrid, pero no encuentra la felicidad.
No sé cómo he acabado deteniéndome en tan remoto pensamiento pero eso demuestra que desde aquí, desde este banco en un extremo de Madrid, cualquier historia es posible.
Los pájaros están sobrevolando tan grandioso edificio. Ya ha dejado de llover.
Como si fuera la primera vez. Paulo Coelho
Subiré al primer autobús que pase, sin preguntar a dónde va, y me bajaré en cuanto vea algo que me llame la atención. Pasaré por delante de un mendigo que me pedirá una limosna. Tal vez le dé o tal vez piense que se lo gastará en bebida, y siga adelante, oyendo sus insultos y entendiendo que esa es su forma de comunicarse conmigo. Pasaré por delante de alguien que está intentando destrozar una cabina telefónica. Tal vez intente impedírselo o tal vez entienda que hace eso porque no tiene con quién hablar al otro lado de la línea, y de esa forma intenta espantar su soledad.
En cada uno de estos 365 días observaré todo y a todos como si fuese la primera vez, sobre todo las cosas pequeñas, a las que ya estoy tan acostumbrado que he olvidado la magia que las envuelve. Las teclas de mi ordenador, por ejemplo, que se mueven con una energía que no comprendo. La página que aparece en la pantalla y que hace mucho que no se manifiesta de manera física, aunque yo crea que estoy escribiendo en una hoja en blanco, donde es fácil corregir con solo pulsar una tecla. Al lado de la pantalla del ordenador se acumulan algunos papeles que no tengo paciencia para poner en orden, pero si descubriera que esconden novedades, todas estas cartas, impresos, recortes, recibos ganarían vida propia y tendrían historias curiosas que contarme, sobre el pasado y el futuro. Tantas cosas en el mundo, tantos caminos recorridos, tantas entradas y salidas en mi vida.
Voy a ponerme una camisa que suelo llevar y por primera vez voy a fijarme en su etiqueta y en la forma en que fue fabricada, y voy a intentar imaginar las manos que la diseñaron, así como las máquinas que transformaron ese diseño en algo material, visible.
Incluso las cosas a las que estoy habituado, como el arco y las flechas, la taza de café de la mañana, las botas que después de tanto uso se transformaron en una extensión de mis pies, se revestirán del misterio del descubrimiento. Que todo lo que toque mi mano, vean mis ojos, pruebe mi boca sea ahora diferente, aunque haya sido igual durante muchos años. Así dejarán de ser naturaleza muerta y pasarán a transmitirme el secreto para estar conmigo tanto tiempo, y manifestarán el milagro del reencuentro con emociones que la rutina ya había desgastado.
Quiero mirar por primera vez al sol, si mañana hace sol; a las nubes, si mañana está nublado. Por encima de mi cabeza existe un cielo al que la humanidad entera, a lo largo de miles de años de observación, dio una serie de explicaciones razonables. Después olvidaré todas las cosas que aprendí respecto a las estrellas, y estas se transformarán de nuevo en ángeles, o en niños, o en cualquier cosa que me apetezca creer en el momento.
El tiempo y la vida han ido transformando todo en algo perfectamente comprensible, y yo necesito del misterio, del trueno que es la voz de un dios encolerizado, y no una simple descarga eléctrica que provoca vibraciones en la atmósfera. De nuevo quiero llenar de fantasía mi vida, porque un dios encolerizado es mucho más curioso, interesante y aterrador que un fenómeno físico.
Y, por último, quiero verme a mí mismo, cada uno de estos 365 días, como si fuese la primera vez que estuviese en contacto con mi cuerpo y mi alma. Quiero ver a esta persona que camina, que siente, que habla como cualquier otra; quiero admirar sus gestos más simples, como conversar con el cartero, abrir la correspondencia, contemplar a su mujer durmiendo a su lado mientras se pregunta con qué estará soñando.
Y así seguiré siendo lo que soy y lo que me gusta ser: una constante sorpresa para mí mismo. Este yo que no fue criado por mi padre ni por mi madre ni por mi escuela, sino por todo aquello que he vivido hasta hoy, he olvidado de repente y estoy descubriendo de nuevo.