Un hombre solitario y singular que camina frecuentemente por Gran Via se adentra en las entrañas del subterráneo de Callao. Siempre con maletín, corbata o una flor.
Apresuradamente baja las escaleras y, como si de un golpe de suerte se tratara, coge el convoy que está a punto de salir.
Se sienta siempre en el mismo asiento, frente a mí. Quizá manías de los dos. Hace ya mucho tiempo que coincido con él, su rostro es amable aunque algo cansado.
Quizá es un empresario que se dirige a otra reunión o un padre de familia atareado que se pasa el día en la oficina. En ambos casos, su rostro sólo refleja el certero pasado de la felicidad.
Conozco todos sus rasgos, así como sus movimientos. Él debe saber que yo siempre le observo, me produce a veces ternura.
A su lado, unas veces se sienta una niña agarrada a la mano de su madre, otras un inmigrante subsahariano y otras veces un estudiante con prisa. Yo me he fijado pero él sigue impasible en cada nueva parada de metro.
Han pasado ya seis estaciones, ha llegado a su destino el cual prefiero no desvelar para no revelar su identidad.
Quizá soy una soñadora inconformista, pero ¿debemos conformarnos, sin embargo, con no soñar?
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