Un día era sábado. Me desperté temprano dispuesta a trabajar. Sin embargo, me dí cuenta de que no sabía qué día era. Saqué mi estuche de maquillaje y rellené las ojeras con un poco de base y le di color a mis ojos.
Me dispuse en la mesa con el ordenador y la carpeta llena de trabajo. Era eternamente feliz con lo que hacía pero me faltaba algo. ¿Qué era ese algo?
Comenzó en mí una lucha interna. Se empezaron a agolpar piedras en mi corazón que cada vez pesaba más. Mis ojos no podían empañarse ya en lágrimas y solo tocaba seguir.
Así seguí una semana más. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes… Y la felicidad era la misma. Seguía haciendo lo que yo siempre había querido y donde había soñado. Estaba consiguiendo llegar al punto álgido. Pero me seguía faltando algo. Me asusté de mí misma, no me podía controlar. Ya no tenía sonrisa, ahora las ojeras y la cara de cansancio eran mis nuevas compañeras. No tenía sed de vida.
Se volvió todo tan rutinario que olvidé el punto de vista de mi existencia. Me perdí entre las historias de los demás a ver si conseguía olvidarme de las mías. Y así volver a ser yo misma. Nada.
Un día me levanté de la ama y vi que no podía seguir así, que algo tenía que cambiar. Me prometí buscar una solución a esto que llevaba acechándome desde hacía varios meses y ahora me había quitado la vida por completo. Busqué una solución en cuanto pude y la encontré.
Encontré relax en un edificio a veinte minutos de Madrid. Encontré amor con Él, nos reencontramos aunque yo sabía que no se había marchado nunca de mi lado. Lloré, sufrí. Y aún me estoy desintoxicando de esa ruda monotonía. Sólo sé algo: empiezo a encontrar ese algo, la chispa de la vida.
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