Sin embargo (cuántas veces digo 'sin embargo' y, en cambio, nunca le sucede algo de lo que poder jactarse), la rutina hizo inútiles los vagos pensamientos, se adentró dentro de mi persona y me instó a vivir una vida que, cómodamente, no era la que yo quería vivir.
Yo quería escapar, vivir muy lejos, HUIR. Pero nunca llegué hasta el punto necesario para comprender que retroceder no era sino avanzar, que las únicas ganas que me habían propuesto caminar, pasito a pasito, eran las de ver un nuevo amanecer junto a la felicidad.
Y aquí estaba yo, entera y eterna entre flores ya marchitas, entre los resquicios de un amor sin fin. Me iba enfriando, me iba apartando, me iba ubicando entre el miedo y la soledad.
La soledad que me acompañaba desde hacía unos cuantos días y que no se apartaba de mi lado, decía que no me dejaría sola.
Mientras, yo impasible, titubeaba con miedo en busca del recuerdo imaginario que ya no tenía, que debía haber olvidado entre tantos libros que tan viejos parecían.
El horror de pensar lo prohibido, la traición de sentirme vacía.
Yo seguía caminando, ahora ya la soledad me había dejado su testigo.
¿Dónde me ubico si no es mi sentido? Común, tan común como complejo, tan irrisorio como airoso sale de cualquier situación.
Pero ahora, ¿adónde debería dirigirme, guiar mis pasos?
Miedo, me atormenta y me acobarda.
De fondo, oigo una triste melodía, esa que alejándose entona la alegría compartida del perfume de un amor en vano que ya no abarca la pureza de un buen día.
Pero aquí, en mi círculo donde nadie puede entrar, ese que tan precintado está, no hay nadie... tan sólo el aire y yo.
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