miércoles, 18 de mayo de 2011

EL PODER DE LAS PALABRAS

Recuerdo hace unos meses que encontré el diccionario de mi vieja infancia.

Es pequeñito, con las tapas amarillas y en el centro, azules, las siglas de la Real Academia de la Lengua Española.

Sus hojas ya están muy desgastadas, amarillentas. Alguna probablemente llena de polvo o ilegible, se nota el paso del tiempo.

Ese viejo diccionario que tan insignificante parece, lleno de sabio conocimiento, pertenece ya a tres generaciones.

Mi abuela, una humilde maestra de un pueblo, lo compró recién casada; más tarde pasó a manos de mi madre, una joven estudiante que empezó la carrera de Medicina. Y seguidamente me pertenecería a mí, una futura estudiante de Periodismo.

Tres generaciones que, aun con diferentes estudios, pretendían aunar toda la fuerza del saber.

Y aquí estaba, frente a mí, ese viejo diccionario que nada puede envidiar a los modernos o electrónicos. Me miraba encerrando entre sus ligeras hojas más palabras de las que un humano puede llegar a memorizar. Él, que todo lo sabe.

‘’Qué absurdo’’, dirán algunos. Sin embargo, a mí me parece algo brillante, mágico, el poder conservar casi intacto un diccionario que alberga más de cuarenta años.

Aún más, es un placer abrir sus compuertas, las de la inteligencia, con su olor a conocimientos impasibles al trajín de los años y querer saberlo todo, todo cuanto se desee.

Hace días descubrí que entre sus páginas había un vejo papel ya casi borrado, amarillo del paso de las primaveras. Intenté leerlo, pero no podía jugar a descifrar sus encriptadas y ya suprimidas palabras.

Tanteé el papel… cuántos años llevaría ahí encerrado, quién lo habría guardado u olvidado. Y lo más importante: cuál habría sido su fin.

Me negué a creer que su fin no fuera otro que el encerrar un secreto, quizá el olvido de buscar una palabra desconocida entre las áureas páginas de tal casa de la erudición.

Busqué minuciosamente, recorriendo palabra por palabra, plasmando mis dedos sobre el papel. Dejando mi huella. Nada, no encontré nada. Hasta que tras un simple vistazo atisbé el vocablo ‘’morigerar’’. Quién sabe si sería esta palabra la que un individuo trató de memorizar hace años. No era una palabra melódica, ‘’morigerar’’, pero sí encerraba un bonito significado: ‘’moderar la intensidad de un sentimiento, de una pasión o de una actitud que tenía demasiada fuerza’’.

¡Qué bella palabra para tan preciada sensación y en cambio nadie la empleaba!

Desde ese momento comprendí el significado de que el mundo girase tan deprisa, de que fuera tan común a los sentidos. Nadie se detenía a pensar en aquellas palabras que contiene todo aquello que queremos expresar, nadie dispone de tiempo para indagar en el verdadero significado que aporta una palabra desconocida.

Y es que, nadie es capaz de paralizar por un instante las vertiginosas agujas del reloj que nos impiden contemplar el verdadero poder de las palabras, ése que otorga la llave del mundo y autoriza a cambiarlo.

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