martes, 18 de septiembre de 2012

¿Tarde para qué?

Nunca es tarde, o eso creemos. O, tal vez, eso nos decimos.
Pensamos que un día todo cambiará y, sin embargo, lo único que cambia es el tiempo. El tiempo en el que nos movemos, el tiempo en el que las nubes se van y dejan salir al sol.

Aquí siempre está lloviendo. No sé si es por sistema o tal vez por falta de sutileza en los actos de los que no soy capaz. De girar la cabeza atrás, de ver ese tiempo pasado que, seguramente, un día será demasiado recíproco para que nos veamos envueltos en él.

La vida. Ese girar constante. De experiencias, de magnitud cero, de vueltas y vueltas en una noria como si de un rompecabezas se tratara.
Otra vez esa ventana, esas vistas a la gran ciudad, del mundo paralelo al que estamos sometidos. Otra vez ese ajetreo constante que para mí no es otro que tranquilidad. Paz. De ideas difusas o más bien confusas. De histeria, de gritos ahí afuera. De pitillos ajustados, de cigarros ml apagados. Y el cenicero se llena, se sigue llenando. Más. Y parece que rebosa, que va a reventar de silbidos varios, de angustias encerradas en un cuerpo del que no sale.

Perder las ganas, el miedo, la tristeza, la melancolía. Sacar a flote la alegría y poder gritar que ya eres libre. Libre para decidir con qué acabar, cómo terminar. Terminar en exceso, en silencio y en reposo, con mil corazones rotos. Con mis sentimientos ahí fuera, volando de gota en gota, de pared contra pared, de sillón frente a sillón.

Dejar ir. Estar. Ser o no ser. Creer, apostar, ganar, luchar. Y otra vez vuelta a empezar. Las cientos de excusas que se han quedado en el camino, las miles de promesas que nunca nos concedimos. El instante en el que fuimos capaces de ser todo. Y esto… esto tan solo son cuatro palabras.

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